CAMBIA ROSTROS
- Samantha Lamaríz

- 16 ene 2023
- 3 Min. de lectura
El humo ascendía en florituras e inundaba el recinto. Yolanda descansaba tendida sobre la cama de sábanas revueltas mientras, calada tras calada, me fulminaba con un par de ojos henchidos de resentimiento. Yo, por otra parte, me había arrellanado en el sillón junto a la puerta, allí donde sentía que debía estar cuando ella se molestaba por algo que mi cabeza no alcanzaba a comprender.
—¿Es porque era rubia? —cuestionó en un tono gélido.
—¿De qué estás hablando? —respondí a su vez. Mi voz rozaba el ruego, casi como si quisiera contenerla. Sabía que cuando sus celos eran obsesivos se convertía en el monstruo.— Amor, te juro que ni siquiera la miré.
—Eres un maldito mentiroso, yo vi cómo volteaste el rostro y seguiste su camino hasta que subió a su auto —dejó el cigarro sobre el cenicero, se incorporó y se acercó. El hedor a muerto comenzó emanar de sus labios aun rosados—. Fue su cintura diminuta ¿no? No, no, no, claro que no. Fueron sus ojos azules.
—Ni siquiera sé si tenía ojos azules. Yolanda, por favor —farfullé—. De verdad, no sé de qué me hablas.
—Apenas ayer me dijiste que te encantaban mis ojos negros… ¿Ahora prefieres los azules? ¿Es eso? —elevó la voz y después se echó a llorar.
Se puso de pie y se deslizó hasta mi posición. Al tenerla de frente atisbé las primeras señales de su transformación. Las mejillas se fueron hundiendo en su piel y mostraron sus huesos. Los ojos se convirtieron en dos cuencas vacías y los labios se despellejaron hasta terminar en una masa amorfa. Aproximó su semblante al mío y yo temblé. Ahora sí me va a matar, pensé. Pero no. Yolanda salió de la habitación y cerró la puerta de un portazo tras de sí.
Corrí a la ventana y la vi subir al carro, enfurecida. Supe a donde iba. Buscaría a la chica del centro comercial y la absorbería. Siempre hacía eso cuando estaba celosa, se convertía en una muerta viviente y tomaba venganza de inocentes mujeres a las que yo jamás había mirado. Sin saber qué hacer, bajé a la sala y esperé. Nunca tardaba mucho. Yolanda las encontraba por su aroma y después se las tragaba. Absorbía sus almas al inspirar cerca de ellas, y estas terminaban por volverse otras muertas vivientes.
Miré el reloj y cavilé en que su comportamiento era excesivo, que lo mejor sería ya no salir jamás. Quizá quedarnos en casa sería la mejor opción. Recuerdo que la primera vez que lo hizo apenas habíamos cumplido dos meses. Yo no sabía nada acerca de su condición, pero en ese momento estaba tan enamorado que creí poder sobrellevarlo con el tiempo, después el amor se marchitó al igual que el alma de todas sus víctimas, y yo me quedé por miedo.
El tiempo discurrió de manera morosa. Esperé, esperé, esperé. Yolanda llegó entrada la madrugada. Entró, olía diferente. Las luces estaban apagadas, excepto por la pequeña lámpara situada en la mesa junto al sofá. Contemplé su silueta y me dio la impresión de que estaba riendo, después me di cuenta de que no, que estaba llorando. Su cuerpo hacía movimientos convulsos.
—A-Amor… —solté, temeroso— ¿Qué sucedió?
Yolanda encendió la luz. Mi expresión debió ser grotesca, pasmada por el terror, puesto que ella fue al baño enseguida y se miró, como tratando de convencerse de que no estaba tan mal.
—¿Y ahora qué, Octavio? —espetó— ¡¿Qué es lo que no te gusta?!
Los labios con los que me gritaba, y los ojos con los que se anclaba a mí como una desquiciada, no eran los de Yolanda. El rostro que me miraba y me exigía una respuesta, no era el de mi novia.
—¡¿No te gusta?! —lloró, lloró y lloró.— ¡¿Por qué no te gusta si ahora tengo estos estúpidos ojos azules?!
La historia se repite. Yolanda está molesta, fumando en la cama, contemplándome con un par de ojos azules que están por demudar a unos verdes.



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