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EL ARLEQUÍN DE TRES OJOS

  • Foto del escritor: Samantha Lamaríz
    Samantha Lamaríz
  • 15 dic. 2022
  • 8 Min. de lectura

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Llegó por el armario.

Estela se quedó muy quieta cuando escuchó que alguien tocaba a la puerta, en un principio creyó que se trataba de su ex marido, Fabián, quien seguido la importunaba bien entrada la madrugada para hacer gala de sus deslices y avergonzarla con palabras que hedían a alcohol. Prefirió envolverse en sus cobijas afelpadas y dejar que la oscuridad la absorbiera por completo. Ya se hartará de insistir, pensó. Pero el sonido de los nudillos contra la madera continuó por varios minutos.

—¡Lárgate, Fabián! —gritó, al tiempo que se incorporaba en su lecho.— ¡Ve a cantar tus baladas de borracho a otro lado!

El silencio se impuso por algunos segundos, Estela apenas y percibía el rumor de su respiración cansada, no obstante, volvieron a tocar. La mujer se levantó malhumorada, fue a la puerta principal y se encontró frente a un sendero de hojarasca vacío y un cielo encapotado. No había nadie allí. Frunció el entrecejo y entornó la mirada, trató de encontrar la silueta del hombre, o escuchar el eco de sus pasos agitados, pero el sitio se mostraba calmo.

Regresó a su habitación, desconcertada.

—Ese hombre cada vez está más loco —bisbiseó para sí misma, tratando de aplacar el tamborileo de su corazón.

Antes de que volviera a acostarse, advirtió una sombra por debajo de la puerta del armario. Sintió que el corazón se le entumía y que la sangre se agolpaba en sus mejillas ardorosas. Parpadeó un par de veces, incluso se frotó los ojos para alejar cualquier rastro de sueño, pero la sombra de un par de pies seguía dibujada en su alfombra. Tragó saliva, buscó en los rededores algo que le sirviera de arma en caso de tener que defenderse, mas solo encontró un paraguas viejo.

Abrió la puerta y se quedó muda de la impresión. Dentro de su armario se erguía un sujeto de unos dos metros de altura, engalanado con un traje estrafalario y un sombrero de arlequín; su piel grisácea contrastaba con sus horrorosos ojos amarillos.

—Señora Bianco, buenas noches, disculpe la hora —dijo el arlequín en tono solemne.

La mujer soltó un alarido y se le nubló la vista ante la llegada de las lágrimas. Las manos comenzaron a temblarle y estuvo segura que, de un segundo a otro, estaría tendida inconsciente en el suelo.

—¡¿QUIÉN ERES TÚ…?! ¡¿QUÉ ERES?! —Estela dio dos pasos hacia atrás y se cubrió el rostro para no seguir viendo al sujeto misterioso.

—Me temo que son preguntas muy diferentes —sonrió el arlequín—. Mi nombre es Hatch, soy un arlequín de tres ojos y vengo aquí a buscar un demonio. Un íncubo, para ser más preciso.

A Estela se le atragantaron las palabras en la garganta, se limitó a negar con la cabeza y a sentarse en la cama, anonadada.

—Sé que es difícil de procesar, a los demás mortales también les ha costado mucho trabajo digerir mi visita… excepto a un sujeto que me invocó con una ouija. Él estaba encantado con mi presencia. En fin, el caso es que mi propósito no es molestarla, sino todo lo contrario —prosiguió—. Trabajo como cazador de demonios, es mi obligación regresar a los entes del infierno a donde pertenecen.

—T-Tú también pareces un demonio… —masculló ella.

Hatch asintió.

—Es porque lo soy, ¿qué mejor para cazar a un demonio que otro demonio? Sé cómo se comportan y lo que buscan, también a donde suelen ir y qué hacen, por eso soy su mejor opción para liberarla del íncubo.

—En esta casa no hay ningún demonio —aclaró Estela.

—No le importa que me cerciore de ello, ¿o sí?

—¿Y cómo sé que no es una jugarreta del Diablo? ¿Cómo sé que el demonio que ha venido a adueñarse de mi hogar no eres tú?

—Comprendo que mi amo no merezca su confianza, pero le aseguro que lo que él menos quiere es que los suyos deserten del infierno. Necesito recuperar a ese demonio.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Bueno, primero necesito su autorización para entrar —Estela hizo un gesto de cabeza—. Necesito que lo diga en voz alta, si no es mucha molestia, señora Bianco.

—Puedes entrar, arlequín de tres ojos.

Hubo un ligero temblor en la casa. Hatch se lo agradeció con un asentimiento.

—Ahora, ¿sería tan amable de mostrarme todos los espejos que posee?

—¿Todos? —inquirió la mujer— Son demasiados.

—Yo tengo tiempo, y le aseguro que de aquí no me voy con las manos vacías.

—¿Y cómo está tan seguro de que el demonio está aquí? Yo no practico brujería o algún arte oscuro. Soy una mujer de bien.

—Estoy seguro de ello porque usted es la última mujer con quien él estuvo, me parece que lo conoce como Aurelio.

Un vendaval de recuerdos surcó la cabeza de Estela; se vio a sí misma sentada en ese bar, sonriendo al hombre de aspecto gallardo y actitud desinhibida que se acercó a endulzar sus oídos para más tarde invitarla a salir. Estuvieron juntos alrededor de seis meses, hasta que un día, sin ninguna explicación, se marchó.

Un aguijonazo de dolor le desgarró el corazón. Sí, en definitiva recordaba a Aurelio, y aún percibía el amargo sabor de su inesperada huída.

—¿Está diciéndome que el hombre con el que salí era un demonio?

—Es un demonio, en tiempo presente. Y está aquí, lo puedo sentir.

Estela negó severamente con la cabeza.

—Eso es imposible, ya han pasado más de cuatro meses desde que se fue sin decir nada. Un día desperté y no lo encontré.

—No lo encontró porque se supo esconder bien —esclareció el arlequín—. Me apena mucho ser yo quien se lo diga, pero usted no fue más que un medio de escape para él. Le ofreció su casa como morada, y cuando pudo escurrirse por completo, lo hizo.

La mujer no se dio por ofendida, desde hacía tiempo ya se había hecho a la idea de que Aurelio la había utilizado de una u otra forma.

—Y usted cree que está dentro de un espejo, ¿no es así?

—Sí, eso es lo que creo, pero he venido a averiguarlo. Ahora, ¿me enseña los espejos?

Estela y Hatch pasaron la noche entera recorriendo la casa. El arlequín se demoraba un buen rato en cada espejo, lo escudriñaba y después negaba con la cabeza. Repitieron el mismo procedimiento un centenar de veces.

—Ya le dije que aquí no hay nada… —dijo Estela, exhausta—. Prepararé café.

El arlequín se sentó en una de las sillas del comedor y aceptó el café que le ofrecía la mujer. Era un cuadro de lo más peculiar, una humana erguida bebiendo su café a sorbos y una criatura del infierno encorvada que se empinó el líquido hirviendo apenas lo tuvo enfrente. La cafetera de porcelana estaba situada en el centro de la mesa, Hatch se entretuvo mirándola

Repasó los bordes blanquecinos, absorbió con sus ojos profundos la luz que se proyectaba en ella y, pasados algunos segundos, al entornar los ojos, lo vio en el reflejo de la cafetera. Allí estaba el íncubo. Retrocedió con parsimonia, como si nada pudiese perturbarlo, y de esa manera expulsó la siguiente oración:

—He encontrado al demonio… está dentro de usted.

El café de Estela se derramó sobre sus manos debido al temblor de sus dedos.

—¿Q-Qué has dicho?

—Eso explica muchas cosas. Ahora entiendo porque pasó tanto tiempo aquí, al parecer se estaba amoldando a su cuerpo, adueñándose de él —Hatch siguió con sus conjeturas mientras Estela gesticulaba, atolondrada—. Debe haber ido muy profundo, por eso no puede verlo antes.

—E-Eso es imposible. ¡Yo no estoy poseída!

—Está tan poseída que no puede ni siquiera notarlo —replicó el arlequín, estoico—. Esto complica las cosas. Venía a hacer una simple cacería, ahora debo exorcizarla.

Estela se negó una y otra vez, pero Hatch insistió en que debía llevarse al demonio o, de lo contrario, terminaría por apoderarse de ella sin siquiera dejar un atisbo de lo que alguna vez fue. La mujer sollozó, desconsolada.

—…Esto no puede ser real —bisbiseó entre lágrimas.

—Volveré esta misma noche, asegúrese de dormir todo el día —dijo Hatch—. Si se mantiene despierta el demonio podría salir y llevarse con él su alma, y eso es lo que queremos evitar.

—¡¿A dónde irás?!

—Debo ir por mis instrumentos de trabajo, así como unos cuantos papeles que debe firmar.

—¿Papeles…? ¿Y por qué los firmaría?

—Se lo explico por la noche.

El arlequín se marchó por donde llegó. Simplemente se metió al armario y se desvaneció ante los ojos de Estela, quien de inmediato se tendió sobre la cama y cerró los ojos, buscando refugio en el mundo onírico.

Las cosas ocurrieron de la misma manera, el arlequín llamó a la puerta y Estela se despertó, desorientada. Por unos minutos creyó que había tenido una pesadilla horrible, pero el toquido fue insistente, entonces se resignó a lo que venía.

—¿Durmió bien? —preguntó el arlequín cuando Estela abrió la puerta del armario. Su mano izquierda sujetaba un maletín de cuero negro, y la derecha sostenía una carpeta llena de hojas— Empecemos.

Fueron a la sala, donde Hatch extendió sobre la mesa los papeles. Explicó de manera breve y concisa lo que eran:

—Aquí se especifica que usted aceptó el servicio de exorcismo, y que permitió a ambos demonios entrar a su casa.

—Eso no es del todo cierto, Aurelio me engañó.

—Carece de importancia, usted le dio permiso de entrar, por lo que no tiene derecho de levantar quejas ante el consejo del infierno.

—¿Se puede hacer eso? —inquirió Estela, anonadada— ¿Cómo?

—Sí, claro que se puede, está prohibido que un demonio se apodere del cuerpo de un mortal si no es por orden del amo. Me temo que no le explicaré el cómo levantar una queja, pues eso no me beneficiaría en nada. Si insiste en hacerlo, tendrá que investigar por su cuenta.

—De acuerdo —replicó la mujer.— ¿Cómo vas a sacarlo? —preguntó con timidez.

—No es tan terrible, solo debe recostarse y yo me haré cargo de todo —se acercó a Elena y la ayudó a acomodarse en el sillón—. Ahora, abra lo más que pueda la boca.

—¿Y eso para qué?

—Bueno, necesito entrar por algún lado.

—¡¿Qué dices?!

—Mire, vea el lado positivo, entro y extraigo al demonio. Al final del día solo quedará su alma dentro de usted. ¿Le parece un trato justo?

—¿Cómo sé que no te quedarás allí? ¿Cómo sé que no me estás engañando?

—Tengo cosas más importantes que hacer que robar almas, créame.

Estela asintió y abrió la boca, alcanzó a ver cómo el Arlequín sacaba unas tijeras, una aguja y un carrete de hilos de seda de su maletín de cuero, después se descubrió la frente y allí estaba, el tercer ojo del arlequín. Su fulgor cegó a la mujer.

No sintió cuando el arlequín se deslizó por su garganta, de un momento a otro estuvo sola.

Hatch se desplazó por su interior, con ayuda de su tercer ojo accedió al plano del alma, y ahí estaba su viejo amigo demonio, enroscado con el alma de la mujer. Lo encontró dormido, aferrado a aquel cuerpo ajeno. El arlequín comenzó a cortar la conexión entre el íncubo y la mujer. El demonio despertó.

—¿Hatch? —inquirió, somnoliento— ¡Hatch! ¿Qué haces aquí?

—El amo te quiere de regreso, es hora de volver.

El demonio se revolcó en el interior, complicando el trabajo del arlequín. Estela aulló de dolor.

—¡No quiero volver! —exclamó, airado— ¡Maldito arlequín, déjame en paz!

Hatch siguió con los cortes hasta que hubo separado por completo al demonio del alma. El hilo lo utilizó para componer todas las brechas, todos los daños causados por el íncubo.

—Este no es tu cuerpo —sentenció, y acto seguido ancló sus uñas en el pecho del demonio, este se quejó, adolorido, pero estaba tan débil por haber pasado tanto tiempo en estado de sopor que no pudo defenderse.

Estela sintió como si un par de zarpas se anclaran a su garganta para impulsarse hacia afuera. No pudo resistir el impulso de las arcadas y terminó por vomitar. El arlequín y el demonio se propulsaron hacia afuera.

—¿Aurelio? —pronunció Estela, nostálgica, al reconocer al hombre del que llegó enamorarse en un ser de pelaje rojizo y patas de cabra. Los ojos eran los mismos, castaños y de largas pestañas— ¿Por qué, Aurelio? ¿Por qué me hiciste esto?

Aurelio se incorporó.

—En mi defensa, bella Estela, nunca te dejé, siempre estuve contigo.

—Estela, firme aquí, por favor.

La mujer temblaba de pies a cabeza, tomó el bolígrafo que le ofrecía el arlequín y firmó los papeles frente a ella.

—Su alma ha quedado intacta, una disculpa por las molestias —informó el arlequín.

Aurelio le obsequió una sonrisa ladina. Hatch y él se aproximaron a la entrada principal, el íncubo salió primero, sin mirar atrás, y terminó por perderse en un destello solar.

El arlequín se giró una última vez a Estela y le dijo:

—Ya no deje entrar demonios a su casa, ¿quiere? —y tras estas últimas palabras siguió al íncubo por un sendero soleado en el que muy pronto se desvanecieron.

 
 
 

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