LAS ESQUIRLAS DEL ESPEJO
- Samantha Lamaríz

- 16 ene 2023
- 5 Min. de lectura
Cuento publicado en la antología "Los mundos que se agotan"
por parte de la editorial Paraíso perdido, 2021.
Mi pecho escocía ante el ardor de la promesa incumplida. Habían pasado tres años desde que Estela fue sustituida por su reflejo y yo aún no terminaba de juntar todas las esquirlas, pues la mirada inquisitiva de la sustituta me vigilaba día y noche.
Entre sueños percibía el rumor lejano de la voz de la verdadera Estela, de mi amada esposa quien, entre las sabanas, meses antes de la tragedia, entrelazó sus dedos con los míos y me pidió en un susurro cálido que la salvara de su reflejo si llegaba a suplirla alguna vez.
—Prométemelo, Miguel, prométeme que me sacarás de allí.
Y yo, en la profundidad de la noche, dentro de las fauces oscuras de mi habitación, dije que sí. Lo juré sin vacilar y sin vacilar debía cumplir mi promesa. Sin embargo, los días junto a la nueva Estela discurrían pesarosos y ella, de a poco, iba sospechando que yo era el original y no el reflejo, como le hice creer cuando apareció, pero apenas abordaba el tema o comenzaba a asfixiarme con preguntas afiladas yo le sacaba la vuelta y, de alguna u otra forma, la convencía de que era igual a ella, una sustituto malévolo que se apoderó de su original y lo encerró en un espejo, como la mayor parte de la población.

Procuraba salir lo menos posible de casa, por temor a toparme con muchos espejos y, en un descuido, encarar a mi reflejo y tener que batirme en una pelea a muerte contra él para seguir existiendo en la tierra y no en el lugar al que me mandase el espejo. También me cuidaba de los otros reflejos, aquellos que alguna vez fueron mis amigos, o mi familia, y venían a visitarnos a la falsa Estela y a mí de vez en cuando. Resultaba de lo más extraño estrechar la mano de Mateo, mi mejor amigo, y sonreír de manera forzada mientras él imitaba mis gestos.
Lo verdaderamente preocupante de los reflejos era su tendencia a perder el control y estallar, iracundos, descargando su malestar en los seres vivos cuyo reflejo no podía capturarlos. Animales y plantas, por ejemplo. Y si por algún motivo descubrían que algún ser humano no era un reflejo, el asunto empeoraba, en ocasiones lo obligaban a mirar un espejo y extraer del mismo a su reflejo, en otras lo mataban entre varios y —por razones que no alcanzo a comprender— lo engullían a zampadas carnívoras que me erizaban la piel.
Sabía que mi esposa estaba desperdigada por toda la casa. Había esquirlas en los recovecos, dentro de algunos muebles, debajo de la cama y en otro montón de sitios inimaginables, pues los reflejos necesitaban mantener al original encerrado en un espejo que estuviese cerca de ellos, y la gran mayoría optaban por destrozar el espejo una vez que ganaban la contienda contra el original. La Estela falsa no terminaba de fiarse de mí, así que decidió esconder las esquirlas. Cuando le pregunté el por qué de esa acción ella simplemente sonrió, mordaz.
El día en que mi esposa fue sustituida yo no estaba en casa, había ido a ver a mis padres, quienes apenas se enteraron de la epidemia de robos de identidad terminaron por deshacerse de todos los espejos. Por lo tanto podía decirse que estaban a salvo, o eso pensábamos, puesto que pocos días después ellos también ya eran reflejos. Cuando regresé a casa me enteré que Estela se vio reflejada en una ventana y bueno, eso fue todo. La ventana fue el espejo de mi mujer y el fin de mi tranquilidad.
Estela falsa sale muy poco, apenas lo prescindible, y nunca quiere dejarme solo en la casa, pero los días que no tiene opción se marcha al tiempo que con voz cantarina susurra un: Pórtate bien, cariño.
He encontrado la mayoría de las esquirlas, falta apenas un trozo de la esquina, entonces podré regresar a mi verdadera esposa y hundir en su miseria a la falsa Estela y, para bien o para mal, sé donde se encuentra el último pedazo. El reflejo lo guarda en su bolsillo.
Intenté robarlo mientras duerme, pero descubrí que lo esconde debajo de su almohada por las noches. No hay forma de que se lo quite sin que ella se entere, así que tomé la decisión que un hombre que ha hecho una promesa debe tomar: se lo voy a quitar en sus narices, después de eso me echaré a correr, me esconderé, armaré la ventana y fin de la historia.
Son las 11:00 A.M, Estela falsa está preparando una limonada, el pedazo de ventana está en su delantal. Me deslizo en la cocina, la ciño por la cintura y le beso la mejilla, fingiendo candor. Mi mano se resbala lentamente por su abdomen y, en un movimiento rápido y calculado, rebuscó en el interior de su delantal, extraigo el objeto anhelado y salgo corriendo por la puerta principal, misma que dejé abierta.
Subo a mi camioneta sin cristales ni espejos y arranco, en el asiento del copiloto descansan el resto de los pedazos. El reflejo viene tras de mí, vuelta una furia, sube a su respectivo automóvil y pisa el acelerador. Me sigue durante más de media hora, sin embargo, logro perderla después de un rato.
Aparco en un estacionamiento subterráneo, enciendo una linterna y comienzo a armar a mi esposa. Estoy tan nervioso que las gotas de sudor me escurren por el cuello. Finalmente tengo la ventana lista, cierro los ojos, pues temo verme reflejado. He olvidado gran parte de mi apariencia en estos últimos años.
Pasan algunos segundos, cinco, diez, no lo sé, entonces escucho su voz.
—¿Miguel? —es apenas un suspiro.
Abro los ojos, al mirarla siento que se me deshace el corazón dentro del pecho. Ella me abraza de manera trémula.
—Me siento muy débil —dice, pero yo no la suelto, me aferro a su cuerpo famélico.
Sé que su reflejo se ha desvanecido ahora que ella ha vuelto, por tanto lo único que falta es romper la ventana una vez más. Lo hago. Subo junto con Estela al auto y manejo de vuelta a casa.
Mi mujer se sienta en la sala, contemplando cada detalle que la rodea, ahora mismo no quiere hablar. En el camino de regreso dijo una sola oración.
—Te prometo que yo también te salvaría.
Y yo asentí, sin ánimos de complicarle la vida.
En la cocina, Estela falsa dejó un charco de agua, seguramente por la velocidad con la que salió a buscarme. La jarra de la limonada se rompió al estrellarse contra el suelo. Cierro los ojos y con la escoba aparto los pedazos de vidrio roto, enseguida, ya con los ojos abiertos, tomo un paño y me dispongo a limpiar el agua derramada. Apenas mi vista se clava en el cúmulo de gotas veo mi reflejo, y en él reconozco a un hombre de barba tupida, frente surcada por arrugas y unos ojos tristes que contemplan su irremediable final.



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